La plaqueta de anticonceptivos ha sido mi fiel compañera (y a veces mi enemiga silenciosa) durante más de una década. Desde la primera vez que, con más nervios que madurez, pedí ir al ginecólogo… hasta hoy, cuando puedo decir: esta es la última.
Esta es una historia de hormonas, cobres, lágrimas, franceses malhumorados y decisiones que me hicieron entender lo que significa realmente cuidarse. Spoiler: a veces implica vasectomías
“Confirmado por el doctor, este será nuestro ultimo mes bajo anticoncetivos!” me dijo él con la alegría y orgullo de quien da buenas noticias. Dice nuestro porque a yo me las tomo, pero él también lidia con ellas.
Mi primer contacto con las pastillas anticonceptivas fue cuando mi yo responsable (y menor de edad) habló con mi novio y le dijo:
“Quiero que nos cuidemos bien. Vamos a tener que decirle a mi mamá que estamos teniendo relaciones.”
Él pensó que era una broma, pero yo no estaba bromeando. Así que terminó conmigo, en la sala de mi casa, diciéndole a mi mamá que por favor me llevara al ginecologo para que me dieran pastillas porque quería cuidarme.
Mi mamá se quedó en shock y se fue a llorar a su cuarto (unos tres días). El pobre chico salió de la casa pálido, pensando que no nos volveríamos a ver jamás. Y yo, simplemente me quedé esperando que me llevaran al ginecólogo.
Después de tres días de llanto y consternacion, mi mamá volvió a hablarme, pero como si nada hubiera pasado. Misión fallida.
Así que usé preservativos, pero mis encuentros estaban llenos de nervios adolescentes, inexperiencia y un terror constante de quedar embarazada.
Hasta que un día, de visita en Caracas, fuimos a ver a mi madrina (ginecóloga), y en un momento en que estuvimos solas me regaló unas cajas de pastillas:
“Ya eres una mujercita. Llévate esto, por si sí y por si no.”
Mi madrina no había estado muy presente en mi vida por mil razones, pero ese gesto valió por todas las ausencias.
Años después, ya en Francia y empezando a salir con el frenchie, sabia que tenia que cuidarme. Inocentemente, y con un poco de vergüenza, fui a la farmacia a pedir —en mi francés aproximativo— que por favor me vendieran “esto”, mientras mostraba la fórmula de lo que tomaba en Venezuela.
La mujer, que o bien estaba pasando el peor día de su vida (o simplemente estaba siendo muy Francesa, nunca se sabe), me respondió sin empatía alguna que qué creía yo, que los medicamentos no se venden sin récipe, que los anticonceptivos pueden ser peligrosos y que era una irresponsabilidad tomarlos así.
Yo, que iba con todo el orgullo de ser una persona responsable, terminé siendo tratada como todo lo contrario.
Así que pedí una consulta ginecológica. Con mis 20 años, me fui solita a buscar un médico. Entré al consultorio de un doctor bastante mayor y simpático, aunque igual me sentía nerviosa.
El doctor me pidió que me desvistiera. ¿Mi sorpresa? No había bata. No había espacio separado para cambiarse. Le pregunté dónde debía desvestirme, y me dijo:
— Pues aquí.
Con la vergüenza en la cara y las medias puestas, me hizo el chequeo. Me explicó todo con paciencia y lentitud para que entendiera bien. Salí con mi récipe, POR FIN, pero algo perturbada por la experiencia.
Años después he constatado que casi ningún ginecólogo tiene espacio aparte para cambiarse. Y, sobre todo, ninguno te da bata: te quedas ahí, como viniste al mundo.
En fin, que me voy por otros lados...
Esto para decir que he estado detrás del anticonceptivo en varias etapas de mi vida.
En 2018, después de un período raro en el que sentía que tenía todo para ser feliz pero, aún así, me sentía “neutra” —ni triste ni feliz—, quise entender por qué carajos no estaba saltando de alegría si mi vida era aparentemente plena.
¿Dejar la carrera? ¿A mi novio? ¿El país? ¿Cambiar de vida (otra vez)?
Lo único claro era que mi vida no era el problema, pero no entendía qué sí lo era. Quería dejar de ver las cosas en sepia. ¿Sería el agua de Francia? ¿La falta de sol? ¿La comida? ¿Los medicamentos...?
¡La pastilla!
Investigué. Leí artículos, foros, hablé con amigas. Y en la letra pequeña de la pastilla estaba:
“Puede generar cambios anímicos”.
Era lo único que podía explicarlo. Así que decidí dejarla.
Volví a ir al ginecólogo (una diferente, ya vivía en otra ciudad). Me explicó mis opciones y me confirmó que sí, a largo plazo, la pastilla podía afectar el estado de ánimo.
Decidimos que lo mejor para mí era colocarme una T de cobre.
Volví al mes siguiente y experimenté uno de los dolores más terribles de mi vida. Tenía la T de cobre.
Salvo el bajón de tensión que me dio luego de la colocación, y el nervio constante de que se me fuera a salir sola (no, no se sale), comencé a experimentar la naturalidad de mi cuerpo:
•ciclos más largos,
•un poco de pérdida de peso,
•dolores de vientre (en mi caso, totalmente soportables),
•y sobre todo... volví a ver el sol.
¿Verdad o mentira? No lo sé. Pero desde que dejé la pastilla, me sentía mejor, menos anestesiada.
Cuando nació mi primera hija, volví a las pastillas. Después, otra vez la T.
Cuando nació la segunda, retomé las pastillas. Y entonces, hablando con Jérôme de una cosa y otra, terminamos conversando sobre anticonceptivos, cuidados... y la vasectomía.
Él quería hacérsela.
Primero, porque no queremos más hijos.
Segundo, para que mi cuerpo pudiera, por fin, descansar de la responsabilidad anticonceptiva.
No me puse la T, por no pasar por el mismo desmayo de la primera vez. Tomé pastillas de nuevo, con la motivación de saber que tenía fecha de fin: estas serían las últimas.
Tres meses después de su operación (indolora, sin impacto en su masculinidad ni en su performance —if you know what I mean), llegó el veredicto:
“No hay más espermatozoides.”
Así que esta será, finalmente, mi última plaqueta de hormonas.
Al final, todo esto —las pastillas, la T de cobre, las consultas incómodas, los cambios de ánimo y hasta la vasectomía de mi compañero— no ha sido solo una historia de métodos anticonceptivos.
Ha sido una historia sobre crecer, asumir decisiones, negociar en pareja, entender mi cuerpo… y también soltar, por fin, una carga que llevé por años sin cuestionar demasiado.
¿Me siento más libre ahora? Sí. ¿Un poco nostálgica? También.
Pero sobre todo me siento tranquila, porque mi cuerpo puede tomarse un merecido descanso.
Te leo con ganas (y ahora con las hormonas un poco más estables, o al menos hasta que me llegue la menopausia).
#BuenaLectura
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